viernes, 7 de febrero de 2020

La primaria de New Hampshire en 'La Zona Muerta'



Dos futuros Presidentes, de campaña en New Hampshire en el invierno de 1976, hacen un cameo en una de nuestras novelas preferidas de la primera etapa de Stephen King, La Zona Muerta. Johnny Smith, el protagonista, es un antiguo profesor de instituto de Maine, con una existencia tristísima y un destino trágico que aún desconoce, que tiene el don de ver el futuro de una persona con solo tocarla. De vez en cuando se acerca a ver a los candidatos que recorren el estado de granito en busca de votos y aprovechar la ocasión para estrecharles la mano...


En la televisión, Walter Cronkite presentaba las noticias políticas de la noche. Ahora que habían terminado las elecciones primarias y que faltaban pocas semanas para que se reunieran los compromisarios, parecía que Jimmy Carter se había asegurado la candidatura demócrata. Era Ford quien le disputaba su supervivencia política a Ronald Reagan, el ex gobernador de California y ex animador del «GE Theater». La puja era tan reñida que los periodistas computaban los delegados uno por uno, y Sarah Hazlett había escrito en una de sus esporádicas cartas: «Walt ruega a Dios (¡y al diablo!) que gane Ford. En su condición de candidato al senado del Estado ya piensa en la posibilidad de conquistar su escaño colgado de los faldones del triunfador. Y dice que Reagan no tiene faldones, por lo menos en Maine.»
Mientras trabajaba como cocinero en Kittery, Johnny se había acostumbrado a viajar un par de veces por semana a Dover o a Portsmouth o alguna de las otras pequeñas ciudades circundantes de New Hampshire. Todos los candidatos a presidente iban y venían, y ésa era una oportunidad única para verlos de cerca, sin la pompa casi monárquica que podría rodearles más tarde. Eso se convirtió en una suerte de hobby, aunque necesariamente efímero. Cuando terminaran las primarias de New Hampshire, las primeras del país, los candidatos se trasladarían a Florida sin mirar atrás. Y por supuesto unos pocos de ellos sepultarían sus ambiciones políticas entre Portsmouth y Keene. Johnny, que nunca había prestado atención a la política -excepto durante el período de Vietnam- se convirtió en un observador ávido durante su convalecencia, después del episodio de Castle Rock, y su talento específico, o su maldición, o lo que fuera, también desempeñó un papel en ello.
Estrechó las manos de Morris Udall y de Henry Jackson. Fred Harris le palmeó la espalda. Ronald Reagan le dio un rápido y experto apretón de manos político y le dijo: «Concurra a las urnas y ayúdenos si puede». Johnny asintió con un ademán complaciente, porque no vio la necesidad de desengañar al señor Reagan informándole que él no era un auténtico ciudadano de New Hampshire.
Conversó con Sargent Shriver durante casi quince minutos en la entrada del monstruoso centro comercial de Newington. Shriver, con el cabello recién cortado, olía a loción para después de afeitar y quizás a desesperación; iba escoltado por un solo asistente con los bolsillos rebosantes de panfletos, y un agente del Servicio Secreto que no paraba de rascarse suavemente su acné. Shriver pareció inusitadamente complacido de que le reconocieran. Un minuto o dos antes de que Johnny se despidiera, un aspirante a un cargo local se acercó a Shriver y le pidió que le firmara los papeles con los que legalizaría su candidatura. Shriver sonrió afablemente.
Johnny tuvo vislumbres de todos ellos, pero casi nunca de su naturaleza específica. Era como si hubieran convertido el contacto de manos en algo tan ritual que su verdadera personalidad había quedado sepultada bajo una dura capa de plástico transparente. Aunque vio a la mayoría de los candidatos, con excepción del presidente Ford, Johnny experimentó una sola vez esa sacudida eléctrica de percepción que asociaba con Eileen Magown y, en condiciones totalmente distintas, con Frank Dodd.
Eran las siete menos cuarto de la mañana. Johnny había ido a Manchester en su viejo Plymouth. Había trabajado desde las diez de la noche anterior hasta las seis de esa mañana. Estaba cansado, pero la apacible madrugada invernal había sido demasiado hermosa para desperdiciarla durmiendo. Y le gustaba Manchester, con sus calles angostas y sus edificios de ladrillo desgastados por el tiempo, y con las fábricas textiles de estilo gótico engarzadas a lo largo del río, como abalorios de mediados de la época victoriana. Esa mañana no andaba conscientemente a la pesca de políticos. Pensó que daría unas vueltas por las calles, hasta que éstas empezaran a llenarse de gente, hasta que se quebrara el frío hechizo de febrero, y sólo entonces volvería a Kittery y se tumbaría a dormir.
Giró en una esquina y vio tres autos inclasificables detenidos frente a una fábrica de zapatos, en una zona donde estaba prohibido estacionar. Jimmy Carter se hallaba junto a la puerta de la valla y estrechaba las manos de los hombres y mujeres que entraban a trabajar. Los unos y las otras llevaban sus almuerzos en cajas o bolsas de papel, exhalaban nubes blancas de vapor, estaban arrebujados en sus gruesos abrigos, y aún lucían una expresión somnolienta. Carter tenía algo que decirle a cada uno. Su sonrisa, que aún no estaba tan divulgada como habría de estarlo después, era incansable y fresca. Tenía la nariz enrojecida por el frío.
Johnny aparcó cincuenta metros calle abajo y se encaminó hacia la puerta de la fábrica, oyendo cómo sus zapatos crujían y chirriaban sobre la nieve apelmazada. El agente del Servicio Secreto que acompañaba a Carter le escrudriñó rápidamente y después se desentendió, o pareció desentenderse, de él.
 –Votaré a cualquiera que prometa reducir los impuestos -decía un hombre enfundado en un viejo anorak. Éste tenía en una manga lo que parecía ser una constelación de quemaduras de ácido de batería-. Los condenados impuestos me están matando, no le miento.
Bueno, nos ocuparemos de eso -afirmó Carter-. Cuando llegue a la Casa Blanca, uno de los primeros temas que estudiaremos será la reconsideración del problema fiscal.
Su voz reflejaba una serena confianza en sí mismo que impresionó a Johnny y le turbó un poco.
Los ojos de Carter, brillantes y casi asombrosamente azules, se desviaron hacia Johnny.
Hola -saludó.
Hola, señor Carter -respondió Johnny-. No trabajo aquí. Pasaba por este lugar y le vi.
 –Bueno, me alegro de que se haya detenido. Soy candidato a presidente.
 –Lo sé.
Carter tendió la mano. Johnny la estrechó.
Espero que… -empezó a decir Carter. Y se interrumpió.
Se produjo el chispazo, una conmoción fuerte y súbita, como si hubiera metido el dedo en un enchufe eléctrico. La mirada de Carter se aguzó. Él y Johnny se escudriñaron durante lo que pareció ser un lapso excepcionalmente largo.
Eso no le gustó al agente del Servicio Secreto. Se acercó a Carter y súbitamente empezó a desabrocharse el abrigo. Detrás de ellos, a un millón de kilómetros, el silbato de la fábrica de zapatos emitió un toque largo en medio de la fría mañana azul. Eran las siete.
Johnny soltó la mano de Carter, pero los dos siguieron mirándose.
¿Qué diablos fue eso? – preguntó Carter en voz baja.
Probablemente usted tiene que irse a alguna otra parte, ¿no es cierto? – intervino repentinamente el agente del Servicio Secreto. Apoyó una mano sobre el hombro de Johnny. Era una mano enorme-. Claro que sí.
No se preocupe -dijo Carter.
Va a ser presidente -dictaminó Johnny.
La mano del agente seguía apoyada sobre el hombro de Johnny, ahora más ligera, pero siempre allí, y también le sintonizaba a él. Al agente del Servicio Secreto (ojos) no le gustaban sus ojos. Pensaba que eran (ojos de asesino, ojos de psicópata) fríos y extraños, y si ese tipo no hacía más que meter la mano en el bolsillo de su abrigo, si hacía aunque sólo fuera ademán de meterla, lo tumbaría sobre la acera. Detrás de la evaluación de los hechos que el agente del Servicio Secreto hacía segundo a segundo, se desarrollaba una simple y enloquecedora letanía mental: (laurel maryland laurel maryland laurel maryland laurel)
 – -respondió Carter.
 El margen será más reducido de lo que todos creen… más reducido de lo que usted cree, pero triunfará. Él se derrotará a sí mismo. Polonia. Polonia le derrotará.
Carter se limitó a mirarle, sonriendo a medias. 
Usted tiene una hija. Concurre a una escuela pública de Washington. Concurre a… -Pero ésa era una zona muerta-. Creo… que concurre a una escuela bautizada en homenaje a un esclavo liberto. 
Amigo, quiero que siga su camino -espetó el agente. 
Carter le miró y el agente se apaciguó. 
Ha sido un placer conocerle -dijo Carter-. Un poco desconcertante, pero un placer. 
De pronto, Johnny se reencontró consigo mismo. Había pasado. Se dio cuenta de que tenía las orejas frías y de que necesitaba ir al baño. 
Que tenga una buena mañana -murmuró tontamente. 
Sí. Usted también. 
Volvió a su coche, consciente de que el agente del Servicio Secreto le seguía con la mirada. Partió, perplejo. Poco después, Carter concluyó la campaña en New Hampshire y se fue a Florida.

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