10 de junio de 1963. En los días de confrontación con el Gobernador George Wallace por su negativa a permitir la entrada de dos estudiantes afroamericanos en la Universidad de Alabama, el Presidente John F. Kennedy se reúne con sus asesores más cercanos para tratar la situación. El Fiscal General Bobby Kennedy, Ted Sorensen (redactor de discursos y chico para todo), Larry O'Brien (el enlace con el Congreso) y Ken O'Donnell (extraoficialmente Jefe de Gabinete), entre otros, intentan ayudar al Presidente a tomar una decisión.
¿Debe o no hacer una declaración en televisión y proponer nuevas medidas contra la discriminación racial? La mayoría de los hombres del Presidente, en realidad todos excepto su hermano, lo desaconsejan porque las posibilidades de que una ley de derechos civiles salga adelante en el Congreso son tan exiguas que no conviene que el Presidente arriesgue su capital político en el conflicto de Alabama. Bobby es el único que le anima a implicarse personalmente en la batalla.
La reunión concluye con un JFK todavía indeciso. Al día siguiente, el Presidente pedirá a Sorensen que le escriba un discurso y convocacará a las cámaras de las tres cadenas generalistas de televisión.
6 de diciembre de 1971. El Presidente Richard Nixon y el Primer Ministro canadiense Pierre Trudeau atienden a los muchachos de la prensa en el Despacho Oval.
13 de septiembre de 2001. Dos días después del ataque a las Torres Gemelas, el Presidente George W. Bush permite a los reporteros entrar en el Despacho Oval mientras llama por teléfono al Alcalde de Nueva York, Rudy Giuliani. Tras la conversación con Giuliani, mientras responde a las preguntas de los reporteros, el Presidente no puede contener las lágrimas.
Tristeza, miedo, vértigo, desconcierto, obligación, frustración, enfado, sospechas... ¿Qué puede pasar en esos momentos por la cabeza y las tripas de un comandante en jefe que lleva siete meses en el cargo y en Washington?
Karl Rove, el principal asesor de Bush, describe esta escena en su libro Courage & Consequence como "una de esas veces en las que el Presidente, incluso en una sala abarrotada, parece estar casi solo".
"Incluso los reporteros más cínicos e insensibles se conmovieron. Todo el mundo -todos sus asesores, todos los reporteros- tenían lágrimas en sus ojos. Bush se diponía a abandonar el Despacho Oval para dirigirse a su contiguo estudio privado. Me miró de reojo y rápidamente apartó la mirada. Intenté limpiarme las lágrimas discretamente y seguí al Presidente a su estudio privado. Sus ojos estaban rojos; se encontraba prácticamente superado por la emoción. Yo también estaba completamente superado. Nada podía hacerme parar de llorar".
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